Ya no están los 33 de Planadas
Julio 18, 2019
Por: Olga Lucía Criollo, editora de poder

Era un día normal de octubre del 2018 y en la casa de don Humberto el ambiente era de fiesta. Desde muy temprano las ollas ardían en el fogón de leña preparando fríjoles, arroz y cerdo frito para una treintena de almas. La gran mayoría llegaría de Santa Lucía, Moreloro, Moralia y Venus, San Antonio, poblaciones todas de las zonas altas de Buga y Tuluá. Pero también habría comensales venidos de Cali, de la Gobernación del Valle y del Pnud. Estos eran los más importantes. O mejor, lo que ellos traían era lo más importante y el motivo de la alegría: una guadaña, una bomba de fumigar, algunos fungicidas y el compromiso de buscar financiación para los proyectos que ellos, los 33, tenían en la cabeza.
“Queremos trabajar con los campesinos que no tuvieron nada que ver con el conflicto para compartir nuestras ideas frente a los proyectos que nos han ofrecido el Pnud y la Secretaría de Paz”. Deimer
Un criadero de pollos, animales que les garantizaran leche y carne, tierra para sembrar mora y tal vez un criadero de trucha. Todo lo habían soñado en El Oso, Tolima, adonde tuvieron que irse a hacer la dejación de armas, porque en el Valledel Cauca no dejaron montar ninguna zona veredal. Un año alcanzaron a aguantar allá, muy cerquita de Marquetalia, donde se dice que todo empezó para las Farc. Pero sus raíces, su familia y hasta sus historias de guerra estaban en las estribaciones de la Cordillera Central. Por eso, tan pronto lo pactado en La Habana les dio libertad de movilización, regresaron al Valle del Cauca sin saber que protagonizarían una historia que sería pionera a nivel nacional: ellos, los 33, conformaron una suerte de zona veredal espontánea en la que no solo tenían cabida excombatientes sino también víctimas del conflicto.
Estaban contentos, pero también había miedo. Incluso algunos mencionaron en voz baja que grupos “extraños” habían sido visto merodeando por las montañas cercanas y que la falta de electricidad contribuía a que las noches no fueran muy plácidas.
“Queremos trabajar con los campesinos que no tuvieron nada que ver con el conflicto para compartir nuestras ideas frente a los proyectos que nos han ofrecido el Pnud y la Secretaría de Paz”, dijo aquel día Deimer, uno de los presentes en la casa de don Humberto, ubicada en la vereda San Antonio.
Allí había varios exintegrantes de la columna móvil Víctor Saavedra, que para la mitad de la década del 2000, cuando la guerra se desbordó en la región, tenía influencia en esas lomas.
“Uno da hasta lo último, porque como líder tiene que seguir creyendo en el proceso de paz, pero no niego que el cuerpo mantiene temblando”. Alonso.
También asistieron varios exmilicianos y hasta moradores de la zona que, al ser señalados como “colaboradores” de la entonces guerrilla, prefirieron enlistarse como miembros activos de las Farc y obtener los beneficios de la Paz.
Estaban contentos, pero también había miedo. Incluso algunos mencionaron en voz baja que grupos “extraños” habían sido visto merodeando por las montañas cercanas y que la falta de electricidad contribuía a que las noches no fueran muy plácidas. Sin embargo, el temor fue adobado por la expectativa que les generaron los anuncios que les hizo el secretario de Paz del Valle, Fabio Cardozo, y que ellos plasmaron en una esperanzadora hoja de ruta que pegaron en la pared de la casa anfitriona. “Con la ayuda de los beneficiarios, en aproximadamente 20 a 24 meses estén saliendo a mercado 27 bovinos de 400 kg. aprox.”, se leía en el ítem “Resultados esperados”.
Hoy, casi un año después, Alonso, uno de los reincorporados, dice que todo se cumplió. Que recibieron los terneros, las herramientas, los pollos, los insumos y que van a hacerse a una guardiola para secar café y tratar de montar un laboratorio para comprar el grano, con la ayuda de la ONG Paso Colombia. Pero ni así hay ambiente de fiesta. Hace dos meses, el 14 de mayo, uno de los 33, quien en épocas de guerra fue conocido como Wilson Saavedra y ahora lideraba uno de los proyectos productivos, fue asesinado a la hora del almuerzo en un restaurante de la zona urbana de Tuluá. Es por eso que algunos de sus excompañeros dicen que los cinco tiros que él recibió también hirieron la esperanza de un futuro en paz y trajeron de vuelta la zozobra a las faldas de la Cordillera Central. Lo cierto es que a los cuatro hijos de Wilson, que vivían con él en Venus, nadie los ha vuelto a ver. Y también que muchos temen bajar de la montaña y han optado por tomar sus propias medidas de seguridad.
Incluso, la familia de Alonso le ha pedido que renuncie a su cargo de presidente de la cooperativa que hace dos años tan animadamente constituyeron en Planadas, al comprobar que hay personas que les toman fotos cuando bajan a hacer diligencias a Tuluá y que los siguen desde carros desconocidos. Pero él tiene fe. Tiene sueños. No importa que de los 171 pollos que recibió se hayan muerto 40 “por falta de asistencia técnica”. Quiere sembrar tomate de árbol y seguir luchando por la cooperativa a la que ya se han sumado 33 víctimas, porque está convencido de que esas iniciativas productivas son las que les darán de comer cuando dejen de recibir el escaso salario mínimo pactado en los Acuerdos.
“Uno da hasta lo último, porque como líder tiene que seguir creyendo en el proceso de paz, pero no niego que el cuerpo mantiene temblando”.