Repararse, Levantarse, Renacer
De una jaula en la selva a la libertad reparadora
El 26 de septiembre les marcó la vida una y otra vez. El de 1998, porque fue el día en que a Amparo Rico le anunciaron que su hijo Pablo Alberto Romero hacía parte de la lista de 130 secuestrados de la toma a Miraflores, Guaviare, en la que más de mil guerrilleros incursionaron en una base antinarcóticos, combatieron durante 24 horas, asesinaron a 16 hombres, dejaron heridos a 26 y desaparecieron a 22.
Y fue también un 26 de septiembre, el de 2000, cuando Amparo y Marleny Orjuela -las líderes de Asfamipaz, la asociación de familias de los policías y soldados secuestrados, que no cesaron en la lucha por la libertad de los suyos- consiguieron que las Farc les permitiera visitar las jaulas que revivían los campos de concentración nazi en las selvas colombianas, donde tenían a los secuestrados de las tomas a Miraflores, Mitú, Billar, Curillo… .

Una visita que estas dos luchadoras presentían luego de que, sin ser muy agüeristas asegura Amparo, vieron cómo a ambas, en Cali y en Bogotá, sus matas de sábila les habían florecido y sin saberlo, ambas se llamaron a contarse lo ocurrido, como un presagio de que podrían ver a los suyos.
Luego vino el 26 de septiembre de 2016, con un sabor distinto. Esta vez eran ellos y las víctimas de otros rincones del país, los que en aviones de la Fuerza Aérea Colombiana viajaron a Cartagena, para ser testigos de la firma del acuerdo final entre el Gobierno y las Farc, días antes de que el ‘NO’ ganara en el plebiscito (2 de octubre de 2016).
“Esa invitación nos tomó de improviso, porque las víctimas siempre han estado en segundo lugar y en Colombia hay víctimas de primera, segunda y tercera categoría. Esperamos que hayan sido sinceros en esos acuerdos, que todo lo que diga ahí sea verdad y que cumplan para que alguna vez les crean”, dice Amparo, la mujer que incluso se reunió con Manuel Marulanda y el ‘Mono Jojoy’, en busca de la libertad de su hijo. La líder que junto a otras valientes marchó, viajó y presionó para facilitar la liberación, en junio de 2001, de 300 secuestrados, por acuerdo humanitario (los que estaban enfermos como Pablo Romero) y por entrega unilateral, por parte de la guerrilla.
Para Pablo, en tanto, la invitación a esa firma entre el Gobierno y las Farc fue una oportunidad única de ser parte de una jornada que quedó para la historia, a pesar de que luego tuvo que realizarse una segunda firma, con ajustes al primer trato negociado, el 24 de noviembre de 2016.
Los iban a quemar vivos
Pablo reabrió las páginas de su historia personal, para recordar cómo a sus 18 años, con solo seis meses en la Policía, hizo parte de una de las tomas más violentas de las Farc: la de la base antinarcóticos de Miraflores, ocurrida el 3 de agosto de 1998.

“Cuando nos trasladaron a Miraflores, no sabía dónde quedaba, no sabíamos qué era orden público, nada. En el colegio uno no ve ese tipo de geografía. Al ver que nos escoltaban cinco helicópteros y luego que nos dicen que apenas tocáramos tierra teníamos tres minutos para bajar, ‘reduciendo silueta’, nos dimos cuenta de verdad a dónde nos fueron a dejar”.
La base antinarcóticos estaba en las ruinas de una Caja Agraria donde ya había ocurrido una toma guerrillera. La única entrada que había a la zona era por aire. A los tres días de llegar al sitio, se produjo el primer combate y no pararon durante ocho meses, hasta que se produjo la toma y el secuestro.
“Nunca se tomaron las medidas necesarias. Los morteros no tenían mantenimiento. La policía nos había enviado un poligrama avisándonos que se iban a meter 1800 guerrilleros a la base, que la meta era llevarnos secuestrados. No era un secreto”, recuerda.
Luego de 24 horas de combate, cuando se les acabaron las municiones y siendo el 10% de sus atacantes, los policías y soldados se entregan a la guerrilla, cuya primera intención no era llevárselos, era matarlos.
“Nos metieron en unas zanjas de un metro de profundidad, después de desarmarnos. Nos iban a matar, a quemarnos vivos, pero nos salvó una comunicación por radio que decía que mejor nos sacaran de ahí. Luego, ‘Uries’, un comandante que ya está muerto, nos recibe en un supermercado y nos dice que éramos unos luchadores.”

“Nos metieron en unas zanjas de un metro de profundidad, después de desarmarnos. Nos iban a matar, a quemarnos vivos, pero nos salvó una comunicación por radio que decía que mejor nos sacaran de ahí. Luego, ‘Uries’, un comandante que ya está muerto, nos recibe en un supermercado y nos dice que éramos unos luchadores y finalmente empieza el recorrido de cuatro días por los lados del Vaupés. Yo tenía un impacto de bala en la pierna, no había cómo curarse. El agua del río, sucia, sin condiciones… Me cautericé con gasolina de una lancha. Pero ese día, el de la toma, estuvimos a punto de morir todos”, recuerda.
A la semana del plagio, el ‘Mono Jojoy’ les dijo oficialmente que estaban ‘capturados’, que esperaban negociar un canje humanitario con el Gobierno, que era cuestión de días, y fue ‘Timochenko’, entonces un mando medio, quien le hizo la primera entrevista para saber quién era el policía Romero.
Días después, aún iniciando los tres años de cautiverio, volvieron a verle la cara a la muerte. “En la selva hay un avioncito muy silencioso que se llama el explorador. El avión logró las coordenadas del sitio donde nos encontrábamos, por la luz de las velas. Cuando la guerrilla escuchó ya era tarde, llegó el avión, nos lanzó nueve bombas de 300 libras. Dejaron barrido todo 200 metros a la redonda. Ese día nos tocó cargar, incluso, a las mujeres de la guerrilla que nos tenían secuestrados. Imagínese, nosotros tratando de salvar a quienes nos custodiaban”.
La guerrilla les cambió toda las reglas de seguridad. Así aparecieron los campos de concentración nazi, con alambres de púas y tablones, donde los secuestrados dormían unos encimas de otros.
La pesadilla apenas iniciaba. Luego de que el capitán Wilsom Quintero se volara con miembros del Ejército y la Policía -y de llegar a un a un pueblo guerrillero, donde los delataron y los masacraron- la guerrilla les cambió toda las reglas de seguridad. Así aparecieron los campos de concentración nazi, con alambres de púas y tablones, donde los secuestrados dormían unos encimas de otros.
“Eran escalofriantes. Toda la dignidad humana quedaba ahí, reducida. Una noche escuchamos una marcha y vimos cómo los guerrilleros nos rodearon y cargaron sus fusiles. En ese momento, nos despedimos todos. ‘Aquí fue’, pensamos. Y a los minutos les dieron la orden de recoger y salir. El peligro pasó de nuevo”, explica.
Pasaron un par de años, cuando una alegría a medias hace que cese la pesadilla. Su mamá y otras líderes logran ir a visitar a los secuestrados. Pablo pensó que era un engaño, que quizás lo iban a sacar del campamento nazi para matarlo, con el cuento de que había ido su mamá a visitarlo.
Pero el anuncio era verdad. Entonces, él salió, se despidió del grupo aún con el temor de no volverlos a ver y se fue. Era como una película. Ese día le permitieron comer huevo “era como el 31 de diciembre de un niño de la calle. Comimos lo que nunca comíamos. Pero fue muy triste que mi mamá viera cómo vivíamos”, agrega.
El sueño que nunca recuperó
Tras despedirse de su mamá y de las otras visitantes, regresó a los campos de concentración, casi por un año más. Sometido a los malos tratos, a los platos de comida con colillas de cigarrillo, con insectos y con metales. A la soledad, a la angustia, a la zozobra y a las noches sin sueño. Ese sueño que aún, 18 años después, nunca regresó.
Pese a todo, para Pablo todo eso resulta tolerable frente a la oportunidad de haber seguido viviendo. No es de los que piensa que perdió tres años de su vida en la selva, sino que fue el protagonista de una historia que no eligió, pero que de alguna manera le dejó enormes aprendizajes y bellos parajes de la geografía del país en la memoria.
La gastritis crónica que padeció por años de cautiverio fue la razón que lo puso en el grupo de canjeables por problemas de salud, en la liberación del 16 de junio 2001. Ese día, les entregaron uniformes camuflados venezolanos: “aquí les manda el presidente Chávez”, les dijeron.
“Nos entregaron un protocolo, nos fuimos en un helicóptero hasta Florencia, las fotos, la propaganda… Y luego nos vimos con la familia, sin tanto show. Más adelante, en Bogotá empiezan los exámenes y nos damos cuenta de que estábamos enfermos, la comida nos caía mal, el agua nos daba diarrea y de ahí clínicas y muchos exámenes para poder salir bien en la televisión”, cuenta.
La mayoría tienen problemas siquiátricos. Hubo compañeros que se suicidaron, muchas familias destruidas… es muy complicado. Tuve tratamiento siquiátrico por Fondelibertad. Tengo que tomar droga para poder dormir. Nunca recuperé el sueño, el estrés postrauma existe pero aquí no se trata, a la Policía, no les interesa”, agrega.
“A los dos meses nos dan la baja de la Policía y quedamos en el aire, solo con atención en sanidad. No hubo ningún grupo interdisciplinario para atendernos. Hasta nos decían que teníamos síndrome de Estocolmo, que nos dijeran guerrilleros, eso no era terapia. La mayoría tienen problemas psiquiátricos. Hubo compañeros que se suicidaron, muchas familias destruidas… es muy complicado. Tuve tratamiento psiquiátrico por Fondelibertad. Tengo que tomar droga para poder dormir. Nunca recuperé el sueño, el estrés postrauma existe pero aquí no se trata, a la Policía, no les interesa”, agrega.
Luego vino la discriminación. Cuando iban en busca de trabajo, veían en las hojas de vida los años en blanco y al explicar que habían sido secuestrados les prometían llamarlos luego, pero eso nunca ocurría. La mayoría empezó a ganarse la vida de manera independiente, como taxistas, como mensajeros, en obras…

Hoy Pablo está pensionado por el área de sanidad de la Policía. “Uno no duerme. Si logro dormirme lo hago a las tres o cuatro de la mañana. Si me tomo una pepa, sí me noqueo. Pero se vuelve uno dependiente. Hay heridas que nunca se van”.
Todo lo que ha logrado para reponerse emocionalmente de lo vivido ha sido por su cuenta, porque en Colombia, como bien lo decía la mamá de Pablo, hay secuestrados de primera, segunda y tercera, y a los policías de antinarcóticos y de tantas otras tomas, apenas les dieron una pensión, pero poco o nada los tratamientos que requerían para la sanación a sus heridas emocionales.
En el caso de Pablo, el ejercicio físico y el esfuerzo mental riguroso por una actitud tranquila de vida, a pesar de las dificultades, fueron sus mayores aliados para no caer en depresión y seguir buscando, después de tanto tiempo, la salud mental deseada para cuidar de sus dos hijos.
Cita con la historia
En septiembre de 2016, previo a la firma de la paz, a Pablo y Amparo los recogieron muy temprano y los llevaron junto a otras víctimas al aeropuerto, donde se encontraron con víctimas provenientes del Eje Cafetero, Nariño y Putumayo.
Durante el día, ese 26 de septiembre, Pablo fue registrando lo que ocurría en Cartagena. La llegada al aeropuerto, el encuentro con otras víctimas en ‘La Heroica’, los dos aguaceros previos a la ceremonia, las mojadas, la dificultad para ingresar por cuatro entradas distintas al acto y al final, la buena ubicación que le tocó.
Ya en medio del acto y de los discursos, una frase suya escrita en Facebook delató su emoción: “Solamente las víctimas que hemos sido las protagonistas de este conflicto sabemos el verdadero valor de este momento tan importante para Colombia”.
Ya en medio del acto y de los discursos, una frase suya escrita en Facebook delató su emoción: “Solamente las víctimas que hemos sido las protagonistas de este conflicto sabemos el verdadero valor de este momento tan importante para Colombia”.

“Fue una experiencia muy emocionante. Tuve sentimientos encontrados, nadie se esperaba el perdón que este señor (Rodrigo Londoño, alias ‘Timochenko’) le pidió al país y fue muy gratificante, la verdad. Sentí ese fresquito, como esa sensación de contento. Me alegra ver ese perdón. Había gente de Bogotá, de todos lados. Todos llorando, todos nos abrazamos”.
Así terminaba otro 26 de septiembre que Amparo y Pablo no olvidarán, porque pese a las heridas son optimistas. Amparo, la mamá incansable, lo resumió en una frase fuerte y sencilla: “la esperanza es inmensa”.
Hoy por hoy, Pablo no cesa en su misión de apoyar a los suyos. En el marco de las acciones de la Justicia Especial para la Paz fue contactado para ayudar a ubicar a todo el personal secuestrado y a los desaparecidos por la guerrilla de las Farc. En esa misión cuentan con el apoyo de la Fundación Funvives. Pero no ha sido tan fácil, hay exuniformados que son difíciles de encontrar o que no quieren saber nada de lo que vivieron en la selva. No quieren reabrir sus heridas.
Sin embargo, él y otras víctimas de las tomas guerrilleras siguen recogiendo la información exigida por el Acuerdo de Paz, con la idea de que ello contribuya a esclarecer los hechos y a generar la memoria y la justicia que para ellos tanto requiere la sociedad colombiana.