Repararse, Levantarse, Renacer
Así les cambió la vida el secuestro en La María
Su nombre aparece escrito en letras negras, en una vieja caja de cartón y en esa caja, que reposa en un rincón del estudio del hogar de los Otoya Vernaza, hay toda una historia apiñada en recortes de prensa, fotografías, fólderes, hojas de cuaderno escritas en la montaña, cruces talladas en madera del Pacífico y recuerdos, cientos de recuerdos del que fuese el secuestro masivo más grande perpetrado en el país: el 30 de mayo de 1999, a las 10:45 a.m., en una pequeña capilla de guadua, situada sobre la Avenida Cañasgordas, al sur de Cali.
Veinte años después de un hecho que le dio la vuelta al mundo, el nombre de La María, el secuestro, aparece en 12.400 titulares de Google, en más de 80 reportes de memoria histórica del conflicto en Colombia, en los videos y archivos de los medios de comunicación y sobre todo, en la mente de gran parte de los 194 feligreses (según sentencia judicial de 2012) que esa mañana soleada de domingo fueron sacados a empellones de la eucaristía, por el Ejército de Liberación Nacional, ELN.
Veinte años después de un hecho que le dio la vuelta al mundo, el nombre de La María, el secuestro, aparece en 12.400 titulares de Google, en más de 80 reportes de memoria histórica del conflicto en Colombia, en los videos y archivos de los medios de comunicación y sobre todo, en la mente de gran parte de los 194 feligreses (según sentencia judicial de 2012) que esa mañana soleada de domingo fueron sacados a empellones de la eucaristía, por el Ejército de Liberación Nacional, ELN, en un plagio que disfrazaron de político, pero cuyo fin fue extorsionar a las familias que llamaban con desdén ‘oligarcas’.

“Antes de la elevación estábamos todos muy concentrados en la ceremonia. No nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. Los camiones se parquearon y bloquearon la entrada. Los guerrilleros empezaron a bajarse y andar por todos los alrededores de la Iglesia y alias ‘Nicolás’, uno que venía disfrazado de soldado del Ejército Nacional, llegó hasta aquí (el altar) y le dijo algo al padre (Jorge Humberto Cadavid) al oído y se retiró. El sacerdote nos dijo: “Calmados que hay una bomba y hay que salir. Todo el mundo pensó que era el Ejército”, recuerda Flavio Reyes, quien fue secuestrado junto a su esposa Esperanza Henao.
Cecilia Ruiz estaba en la cuarta fila de la Iglesia, junto a su hijo Patrick Martínez. Cuenta que ese año, 1999, la vida de su familia se partió en dos: su esposo había fallecido el 8 de abril, antes del plagio, en un accidente laboral y atravesaban una dura situación económica, fruto de la recesión.
“Después de que nos sacaron de la Iglesia, empezaron a empujar a la gente a un camión y a un furgón, mientras hacían disparos al aire, eso fue en cuestión de segundos. Con mi mamá íbamos abrazados en ese camión y mirábamos a las personas que se quitaban las joyas, guardaban los billetes, llamaban por celular… el susto era grande”, agrega Patrick, el músico que le compuso al secuestro y quien para entonces tenía 20 años.
Lo que vino después fue un camino de miedo y zozobra hacia las montañas de Jamundí. Adriana Tafur iba en el furgón junto a su prima Carolina Varón. “No podíamos respirar. Tengo una imagen grabada en la que todos cogían las tarjetas de crédito, las dañaban, se las comían. Me acuerdo de eso y de los guerrilleros que iban a mil hasta que el carro se varó por La 14 de Alfaguara y nos bajaron, pero no para volver a la Iglesia”.

Marta Cecilia Serrano iba en el mismo furgón, junto a sus tres hijos y a su esposo Bernardo Quintero. “A todos nos metieron en taxis y carros que aparecieron muy rápido. Seguimos hasta la vereda La Estrella, donde nos encontramos con los del otro camión y ahí empezaron a escoger a la gente. Luego vino otra balacera hasta que apareció el Ejército y yo les pregunté: “¿ustedes sí son o no?”. Me quedé ahí con mis hijos y otro poco de chiquitos, hasta que nos regresaron ese mismo día. A mi esposo lo tuvieron hasta el 13 de noviembre”.
Isabella Vernaza cuenta que en el camión su esposo abrió la puerta para poder respirar “y cuando llegamos al lugar al que nos llevaban se abrió ese camión, a mí me impresionó mucho porque era un camino muy largo y despavimentado y a lo largo había mujeres y hombres guerrilleros armados. Era como una calle de honor, para nosotros una calle de horror”.
A esas alturas, ya en Cali corría la noticia de lo ocurrido. Ricardo Cobo, quien era el alcalde de la época, dice que se enteró por la llamada de un amigo, familiar de uno de los secuestrados. “Cuando logré coordinar mis ideas, cogí mi camioneta y llegué a la Brigada, al salón de crisis del primer piso. Ahí me encontré con el general (Jorge Ernesto) Canal, comandante de la Tercera Brigada. Todo era desespero. Luego me dijeron por dónde estaban, subí en la camioneta y los llegué a tener a 400 metros en línea recta. Yo tenía una escolta grande, 18 hombres, entonces empezamos a seguirlos, pero nos metimos en un campo minado, los guerrilleros habían alambrado el camino. Tuvimos que llamar a antiexplosivos y nos sacaron de allí con una tanqueta blindada”.

Esa misma tarde del 30 de mayo regresaron a casa, rescatadas por la presión del Ejército, alrededor de 86 personas, la mayoría adultos mayores, menores de edad y algunas que dejaron en la montaña a sus esposos y a sus hijos. Pero para el resto, la pesadilla iniciaba.
Tenían listos los cambuches
Los días siguientes, el país no salía de su asombro. El presidente Andrés Pastrana y el comandante del Ejército, Jorge Enrique Mora, coordinaban acciones imposibles para traer a tantos secuestrados de regreso a Cali. Se creó una comisión especial, operativos, y en la ciudad, las familias se arroparon bajo el abrigo de monseñor Isaías Duarte Cancino. Los habían sacado de la Iglesia. Todo parecía una película de horror, precedida por el secuestro de 47 personas, en un fokker que cubría la ruta Bucaramanga – Bogotá, el 12 de abril. Otro acto demencial del ELN.
Jaime Cifuentes estaba en la misa de La María con sus tres hijos y su esposa. A los dos pequeños los dejaron libres el 30 de mayo, pero su señora Polonia y su hijo Jaime Andrés, estuvieron hasta el 15 de junio, cuando se produjo una liberación ‘humanitaria’ de 35 personas, ya cuando la guerrilla había hecho una segunda selección de sus víctimas.
“Fueron semanas muy duras. Allá nos dijeron que ellos habían hecho inteligencia durante tres meses. ¡Tres meses! Uno no sabe si el tipo que estaba al lado en misa era uno de ellos. Iban bien vestiditos, obviamente no iban a ir con unas botas pantaneras. Tenían, confesado por ellos mismos, infiltrados en muchas entidades”.
Flavio Reyes recuerda “las carpitas de lona, donde nos protegíamos entrapados, el agua escurría y a las 4:00 a.m había que ponerse la ropa helada y seguir caminando”.
Todo estaba fríamente calculado. “Intuimos que ellos se habían preparado por mucho tiempo para llevar a la gente que iban a secuestrar en la Iglesia. En algún momento llegamos a un cambuche de madera, cerrado en el bosque, donde había un claro en la selva. De esos árboles que habían tumbado sacaron troncos y con eso amaron la chocita con techo de plástico templado, con dos cuarticos, dos camarotes y un estarcito, que tenía exactamente 36 metros cuadrados, porque yo lo medí y remedí. Incluso, tengo un dibujo por ahí del cambuche ese”, relata Alfredo Otoya.
Así van apareciendo montones de historias vividas en las estribaciones de la Cordillera Occidental, en el Naya y en las montañas de Jamundí, los sitios donde estuvieron los tres grupos en que repartieron ‘la mercancía’.

Flavio Reyes recuerda “las carpitas de lona, donde nos protegíamos entrapados, el agua escurría y a las 4:00 a.m había que ponerse la ropa helada y seguir caminando”.
Adriana Tafur, a quien llamaban ‘la niña’ porque tenía 19 años, recuerda una noche en la que llegaron a un páramo. “El guerrillero se perdió y estaba calladito. Camilo (Valencia) le dijo que no caminaríamos más. Estábamos congelados. Roberto Acosta (otro secuestrado) tenía hipotermia. La única forma de espantar el frío era quitándose la ropa y yo lloraba porque era la única mujer y me sentía vulnerada y decía: “no, por favor, no me obliguen”.
“Me tocó dormir desnuda entre dos de ellos, para abrigarnos con el calor humano”. En otra ocasión, se fue al precipicio, con el caballo que montaba: “Fue un milagro que alguien me agarrara. Arriba gritaban: “se mató la niña”, pero lograron sacarme. Al caballo lo tuvieron que sacrificar y al otro día comimos carne de caballo”.
Me tocó dormir desnuda entre dos de ellos, para abrigarnos con el calor humano”. En otra ocasión, se fue al precipicio, con el caballo que montaba. “Fue un milagro que alguien me agarrara. Arriba gritaban: “se mató la niña”, pero lograron sacarme. Al caballo lo tuvieron que sacrificar y al otro día comimos carne de caballo”.
Matar culebras, matar el tiempo…

Patrick Martínez también estuvo al borde de la muerte. Ocurrió cuando sufrió una crisis pulmonar y debía ir a caballo junto a un guerrillero, por una quebrada, mientras los que iban a pie cruzaban por un puente. “El guerrillero se cayó, al caballo mío se lo llevó la corriente, saltamos por una piedra y la quebrada nos arrastró unos 30 metros. Tuve que ayudar al guerrillero, luego devolverle el arma y seguir caminando”.
También evoca las muchas veces en que mataban culebras con machetes porque se metían constantemente en los cambuches. “Dormía poco y había que levantarse adolorido, bañarse, tomar tinto y pasar el día. El almuerzo y pasar la tarde. Comer y a dormir y repetir y repetir la misma rutina”.
Isabella Vernaza estuvo secuestrada hasta inicios de noviembre de 1999 y su esposo, hasta el 13 del mismo mes. Sus tres hijos estuvieron casi seis meses al cuidado de su familia y la de su esposo. “Ese fue el mayor dolor. Una psicóloga amiga dijo que no podían sacar a los niños de su hogar, entonces como teníamos por un lado siete hermanos y por el otro nueve, ellos hicieron un tablero y se distribuyeron para dormir en la casa”.

Cierta ocasión, en el cautiverio, tuvo una discusión con alias ‘El Profe Ernesto’, que los reunía para tener debates políticos. “El señor pensaba que nos iba a adoctrina y yo, como soy socióloga, empecé a cuestionarlo y se puso furioso y me dijo: “Compañera, usted me está ofendiendo”. Tomó retaliaciones conmigo, cuando repartió la comida a todo el mundo le echó cinco cucharadas y a mí, una. Me dijo que eso era para que supiera cómo sufre el proletariado. Después de tres años del secuestro, estando en el Noticiero 90 Minutos (ella era su gerente), les comenté la historia y les dije que el guerrillero se parecía a un compañero que habíamos tenido.
Con esa descripción, el periodista Miguel Ángel Palta encontró una foto del guerrillero en el archivo y allí supe que en realidad era un sindicalista que se llamaba Fidel Castro. Casi me muero de la impresión. Por esos días había muerto, preparando explosivos”.
Con el tiempo muchas heridas se han sanado, pero las cicatrices y las huellas de La María, no se borran. A Isabella el olor a arroz cocido y el aroma a leña la transportan a esos días aciagos de 1999. Cecilia Ruiz cuando va al campo y ve las montañas, de inmediato se visualiza caminando en cautiverio. Jaime Cifuentes cuenta que siempre que ve a un guerrillero del ELN cubriendo su cara con un pañuelo, se traslada a los días del plagio. “Yo recuerdo ese secuestro con mucha tristeza para mi familia. La verdad es que fueron casi seis meses de mi vida que yo los llamo perdidos”.
Alfredo Otoya, al reabrir junto a su esposa la vieja caja de cartón marcada con el nombre de La María, deja escapar una frase que resume el sentir de las víctimas de este hecho que marcó a Cali: “Ese secuestro es un recuerdo que nunca deja de doler”.
Un secuestro extorsivo
“La pesca de La María fue una pesca con atarraya, no llevaban caña de pescar. Entonces cayeron los que ellos habían estudiado y todos los demás que estábamos en esa misa. De todos es sabido que ese secuestro más que político fue económico; fue un secuestro típicamente extorsivo. Incluso, al segundo día, que nos llevaron a una casa medio abandonada, Camilo Valencia le preguntó a ‘El Viejo’ (uno de los comandantes del ELN): “oiga, ¿esto es un secuestro político o económico?” y el comandante le contestó: “tiene de ambas cosas, político y económico””.

Jaime Cifuentes, uno de los 194 secuestrados de la Iglesia La María, el 30 de mayo de 1999, quien para esa época era el director de Vivienda de Comfandi, recuerda que al inicio del cautiverio los guerrilleros del ELN los llevaron “como a un confesionario y a cada uno nos atendió un tipo, para que le contáramos quiénes éramos y qué hacíamos… nos confesó”.
Hay un acuerdo tácito entre las víctimas de no decir cuánto pagaron. Cada negociación fue independiente y había un delegado de la familia para la misma. Pero sí se pudo establecer que, incluso, los que salieron en la liberación ‘humanitaria’ del 15 de junio de 1999, un grupo de 35 personas, tuvieron que hacer un ‘pequeño aporte’, y que un ciudadano francés tuvo que cancelar una de las cifras más altas, porque se hizo efectivo su seguro contra secuestro. Cuando quedó en libertad, pagó y salió de inmediato del país.
Isabella Vernaza cree que de las víctimas de La María son alrededor de 50 personas las que abandonaron Colombia, luego del secuestro; muchas afectadas emocionalmente por lo ocurrido y otras, por no poder pagar la totalidad de la deuda que les dejó el plagio.

“Nosotros (su esposo y ella) fuimos los únicos que tuvimos que negociar la liberación de cada uno y en ese momento me decían que era un secuestro político y como yo era crédula, pensé que era cierto”.
Alfredo Otoya relata que una de las dificultades con el ELN es que nunca fueron claros con sus secuestrados. “Decían, incluso, que negociarían con nosotros directamente allá y nunca se hizo realidad, a pesar de que yo les decía: tomaron a toda mi familia y por mí no hay quien negocie”.
Jaime Cifuentes precisa que en su caso fue su hermano quien se encargó de su negociación y que al final pagó una cifra muy inferior a la que inicialmente pedían por él, porque tenían unas expectativas muy altas: “pensaban que como funcionario del municipio me había beneficiado de un negociado que fue muy sonado en Cali en esa época, con unas matrículas de unos taxis. Eso fue como en el año 1997 y eran como 800 matrículas. Entonces mi hermano les explicó que yo trabajé con el Municipio en 1996 y que por lo tanto, no estuve cuando se dio esa situación”.
Dice también que los guerrilleros tenían infiltrados en muchas dependencias clave del Estado para establecer quiénes eran sus víctimas, averiguar sus bienes, sus placas, todo, y que le tocó pedirles a los comandantes que le condonaran un pago final porque ya no tenía más dinero con qué responder.
“Durante las negociaciones, el Ejército se hacía el de la vista gorda porque sabía que la gente estaba subiendo a pagar a San Antonio (parte alta de Jamundí). No se hacían pagos electrónicos. Había que subir el dinero”.
Los que decidieron irse del país, aún sin cancelar el total de su deuda lo hicieron con sus familias completas, porque ya en la montaña la guerrilla les había advertido que si se iban, dejaban familia y ellos sabían dónde hallarlas.
En el Juzgado Cuarto Penal del Circuito Especializado de Descongestión de Cali, reposa la sentencia contra Tulio Gilberto Astudillo, alias ‘El Viejo’ o ‘Silvio’; Israel Ramírez Pineda o ‘Pablo Beltrán’, y Ovidio Antonio Parra Cortés, alias ‘Julián’, por ser autores del secuestro de La María, con fecha del 29 de febrero de 2012. En ella están las declaraciones de varias de las víctimas denunciando los cobros del ELN.

Tanto Jaime como otras víctimas narran cómo fue que en ocasiones los señalaron de oligarcas. “Decían: “esto es un golpe a la oligarquía caleña”. Entonces no entiendo para qué montaron un show de una liberación masiva, el 15 de junio, con comisión humanitaria”.
Cecilia Ruiz explica que alguna vez se oyó algo así: “como que nos lo merecíamos (el secuestro)” y que ella estuvo hablando con uno de los comandantes y le insistió en que había muchos empresarios entre los secuestrados, que si se acaban esas empresas la gente se quedaba sin trabajo, a lo que el comandante le contestó que los empresarios trataban mal a los empleados, que para qué tenían dos carros, que por qué vivían en una casa grande…
“Yo le refuté diciendo que a él no le constaba que trataran mal a sus empleados, que les pagaban sus prestaciones. Para mí eso no es una filosofía válida, eso tiene otro nombre, es un resentimiento”.
El duro regreso
Además del golpe económico, las familias se enfrentaron a un fuerte golpe emocional, al tener que retomar sus vidas, después de esa experiencia.
“Regresar del secuestro es una de las cosas más difíciles, pues uno está con la autoestima perdida y con una inseguridad frente a todo. Estar secuestrado es perder el control y la responsabilidad de todo lo que tú tienes al alcance, dependes de otro”, expresa Isabella Vernaza, quien volvió a casa el 1 de noviembre de 1999, mientras que su esposo lo hizo el 13 del mismo mes.
Patrick Martínez cuenta que al inicio, en libertad, perdió la fe y la confianza; dejó la universidad y se fue a vivir al exterior tres años, “pero después de un tiempo, ya con calma, uno entiende que todavía hay mucho por hacer en Colombia, por trabajar”.
Hace varios años, Patrick se encontró con uno de sus secuestradores. Ocurrió en un bus en el que iba al Lago Calima junto a su novia (hoy su esposa). “El guerrillero se subió al bus, iba con una gorra, pero yo lo reconocí y fue muy chocante, muy fuerte ese momento. Mi novia se dio cuenta de lo que estaba pasando y apenas tuvimos la oportunidad nos bajamos del vehículo. Luego, a nuestros familiares les contamos lo que había ocurrido, pusimos el denuncio y parece que con ello logramos frustrar algo que tenían planeado hacer allá”.
Cecilia Ruiz, la mamá de Patrick, recuerda que al volver del secuestro sufría una migraña muy fuerte, pero sabía que tenía una responsabilidad grande en casa (su esposo había fallecido el 8 de abril de ese año) “entonces yo me enfoqué todo momento en que tenía que estar sana”.
La unión de muchas familias
Quizás lo que más les sirvió a las víctimas del plagio masivo más grande en la historia del país, fue hacer el ‘duelo común’, como explica Flavio Reyes. “Aquí logramos conformar un grupo; eso ha sido muy importante. Como también hay otra gente que no quiere saber nada de La María”.

Veinte años después se ven con mucha frecuencia, reviven anécdotas, historias desconocidas de la montaña y recuerdos. Adriana Tafur, integrante del grupo, valora toda esta gran familia, que les ha servido de soporte y piensa que también les sirve para recordar. Ella dice que le gusta hablar de lo ocurrido en La María porque cree que es necesario: “Yo hablo bastante de eso (el secuestro), a mí no me molesta. Hay momentos que uno recuerda con dolor, pero hay otros que simplemente los ves como un recuerdo y con estas amistades que hemos hecho en el secuestro nos hemos reconfortado los unos a los otros. Es una experiencia dura que uno no olvida, pero que no se recuerda con tanto dolor. Después del secuestro terminé mi universidad. Soy administradora de empresas, me casé, tengo dos hijos y una empresa familiar.
Pienso que uno debe contar la historia real, no que la cuenten por uno, porque mis hijos no dimensionan lo que pasó. Que sepan todo lo que sufrió Colombia, que estos secuestros masivos fueron verdad, que esto realmente existió y que la guerrilla hizo mucho mal. No tengo una posición política, pero sí creo en la paz, pero en una paz justa, la gente debe pagar, yo perdono, recuerdo, pero no con dolor, pero la gente tiene que pagar por lo que hace”.
María Cristina Villegas, esposa de Diego Berón, quien estuvo secuestrado, dice que toda esta unión les ha ayudado mucho a sanar. “Esas reuniones de cada mes son muy valiosas porque botamos corriente, nos vemos, nos preguntamos por los que se fueron, por nuestros hijos, nuestras familias. Creo que para las personas que no quieren saber nada y se fueron o se aislaron todo ha sido más duro”.
Isabella Vernaza evoca que toda esa unión entre las familias “fue algo muy valioso que sacamos de la experiencia del secuestro: nuestros familiares se habían vuelto amigos, mientras esperaban que volviéramos a casa todos. Llegamos a una familia ampliada y ese fue sin duda el mejor apoyo psicológico para repararnos y superar todo el dolor que habíamos sentido. Monseñor Isaías Duarte Cancino nos dijo que debíamos seguir trabajando y fue así como creamos la Corporación Humanitaria y Social Grupo La María”.
Sobre ese respaldo que encontraron en monseñor Isaías Duarte, se refieren con especial afecto. María Cristina Villegas resalta que “Monseñor estuvo con nosotros todo el tiempo, subió varias veces a la montaña, le llevaba la droga a mi esposo, fue un pastor como ninguno, por eso siempre le recordamos, agradecemos y oramos por él”.
Cecilia Ruiz lo describe como una persona extremadamente cálida que siempre les brindó paz y tiene una anécdota con él que evoca en medio de sonrisas: “cuando nos reuníamos con Monseñor, esperando a nuestros familiares, en mi caso a mi hijo, siempre me llamaba a lista como ‘la mamá de Patrick’, hasta que en uno de esos encuentros le dije: “Ay monseñor, ¿usted también?, yo siempre fui la hija de Pedro, la hermana de Héctor, la esposa de Julio y ahora soy la mamá de Patrick. Yo me llamo Cecilia Ruiz”. Monseñor me respondió con una sonrisa y de ahí en adelante me siguió llamando a lista como ‘Cecilia Ruiz, la mamá de Patrick’.
Isabella Vernaza resalta que ese lazo afectivo que crearon a través del Grupo La María, de alguna manera se convirtió en un oasis para Cali, en momentos en que la ciudad atravesaba por años muy difíciles, a causa del secuestro individual y colectivo, a manos de grupos alzados en armas.
“Estuvimos cerca de las familias de los secuestrados del kilómetro 18 (perpetrado el 17 de septiembre de 2000 en dos restaurantes de la vía al mar). Nos amanecíamos con ellos en la zona de distensión. Cuando devolvieron los cuerpos de las personas que fallecieron (Miguel Nassif, Carlos Alberto García y Alejandro Henao) estuvimos con sus allegados y los acompañamos. Sufrimos mucho con la muerte de Monseñor Isaías Duarte (16 de marzo de 2002, en el barrio Ricardo Balcázar), que fue exactamente un mes antes del secuestro de los diputados (11 de abril de 2002, en la Asamblea del Valle), otro duro golpe para nuestra ciudad.
Una nueva visión de la vida
Más allá de las vivencias, de la reconstrucción de los hechos, de la verdad detrás del secuestro, de la familia que lograron conformar y del apoyo que brindaron a otros, hay algo en lo que todos coinciden y es en que una experiencia traumática como esta les cambió la manera de ver la vida.
“De alguna manera llega uno mentalizado de que se puede vivir con muy poco; uno no necesita almacenar ni tener cantidades de cosas para vivir bien y estar tranquilo. El hecho de que allá veíamos una vasija, un tarrito y todos lo queríamos porque era un plato más para comer, comimos en la vasijita del perro. En lo espiritual, tener una fe muy grande, pensar en positivo y en que hay que ser valientes, seguir adelante y tomar las cosas buenas de la vida. Nunca se sabe qué va a pasar”, expresa Cecilia Ruiz.
Alfredo Otoya, a su turno, habla del país que le gustaría dejarles a los suyos: “la única forma de que salgamos adelante es que nos pongamos de acuerdo en que el país hay que trabajarlo distinto, no seguir matándonos porque pensamos distinto o porque hay unos mejor acomodados que otros. Si a Colombia lo repensamos para que todo mundo tenga derecho, este país sería realmente muy interesante, porque tiene gente extraordinaria.

Piensen en sus hijos, en sus nietos. A los de la ciudad nos ha tocado un país no tan duro, hemos estado muy lejanos al campo, a los que les ha tocado sufrir es a los pueblos pequeños, en las veredas, a los campesinos. En las ciudades nos ha tocado vivir violencias, pero no como en el campo.
Hay que sentarse a evaluar si vale la pena vivir una vida así y dejar un país tan lleno de problemas. A veces se pierde la capacidad de asombro. Hagamos el esfuerzo porque este país sea mejor, porque fructifique y logremos tener paz. No soy una persona que me duela la impunidad o que me moleste que a una persona le negocien su libertad por un tiempo menos, con tal de lograr unos acuerdos, si hay el compromiso de la no repetición, de aprender a vivir distinto, que con odios no logramos nada”, concluye.
Más allá de una posición política o de estar sentado en una orilla u otra del pensamiento, Patrick Martínez dice estar más concentrado en las acciones y en cómo aportar a la realidad, al cambio.
“Definirse políticamente en Colombia es muy complicado, porque los extremos son muy fuertes. Hay cosas que no comparto de la derecha y de la izquierda, y pienso que estar en el centro es demasiado complejo. Más que asumir una posición ideológica es tener una posición social, tratar de estar del lado de la gente. De un tiempo para acá me he dado cuenta de que el bien que le vas a hacer a las personas que están al lado tuyo, va a ser mucho más importante que defender a un político.
Los que están a nuestro alrededor, la primera línea de personas que conoces es a las que tienes que ayudar. Si todo el mundo se preocupa por su vecino, todos vamos a estar cubiertos. Hay que hacer el bien, crear empresa, ayudar al que está al lado. De mi trabajo, de mi empresa, comemos cuatro o cinco familias; esta es la parte en la que yo me quiero ubicar, trabajar, ser cumplido, ser organizado y dar un poco más. Esa es mi ubicación filosófica política y social, ayudar y agrandar ese círculo lo que más se pueda”.