Una voz de Esperanza que renació tras el dolor

Capítulo 1

Mujeres invencibles

Una voz de Esperanza que
renació tras el dolor

Fotos: Bernardo Peña / El País

Secuestrada . Abusada sexualmente. Amenazada de muerte. Desplazada… Sobreviviente. Valiente. Madre. Voluntaria. Ayudante de otras víctimas. Aún sus ojos se humedecen cuando mira atrás para contar esa historia suya, que es la historia misma de esa otra Colombia que ha sufrido todas las formas posibles de violencia; esa Colombia de pueblos cuyos nombres aprendimos a fuerza de golpes; donde las tierras se expropian y la coca se esconde bajo bosques de cedro.

Quizás su nombre, Esperanza, le haya servido de impulso para seguir creyendo en la vida. Ella es la muestra de cuán grande es la fuerza de quien enfrenta la adversidad con valentía. Madre de tres hijos y voluntaria en una fundación que atiende mujeres que han sufrido tragedias similares a la suya, Esperanza quiso abrir las páginas de su vida para que sepamos con su relato lo que en muchos pueblos del Pacífico ha ocurrido. Y también para mostrar cómo fue que un día decidió exorcizar sus miedos y seguir luchando.

“Admiro a las mujeres que salen a dar la cara. Yo aún no soy capaz de dar mi rostro, pero sí de contar mi historia y de cómo salí adelante.”

Este es su testimonio: “La guerrilla (Farc) me tuvo secuestrada en 1997. Cuando ellos llegaron al río Patía, vereda La Palma, municipio Roberto Payán,  Nariño, decidieron llevarse a las personas más emblemáticas de la vereda: al rector, a los docentes, a los de la Junta de Acción Comunal… en ese momento se cultivaba palmito y yo era la secretaria de esa asociación.

Esperanza prefiere conservar el anonimato de su imagen, aunque su voz y aliento respaldan con firmeza a otras víctimas de abuso sexual en el conflicto.

Nos subieron quince días al monte. Las mujeres íbamos de ‘chachas’ (para servirles) y a los hombres los llevaban para construir los cambuches de un campamento muy grande, cerca a Bocas de Satinga.

Cocinábamos y ellos se dedicaban a la carpintería, a limpiar. Se identificaron como miembros de las Farc y simplemente nos daban a entender cómo se iba a vivir desde su llegada en adelante. Que el que se metía con la mujer del vecino lo mataban; que el que se alborotara lo mataban…

El jefe era el comandante Camilo y empezó a fijarse mucho en mí, le decía suegro a mi papá. Yo tenía 19 años y había parido mi primer hijo a los 17. Soy del centro del Valle, pero mi papá es del Patía. Con un dinero que nos dieron a mi hermano y a mí, mi papá nos compró un terreno para tener un potrero.

 

 

 

“Quiero que mis hijos tengan oportunidades, pero si seguimos en disputas, si las tierras siguen vedadas, las oportunidades serán menores. No quiero que mi hija viva lo que yo viví”

Un día estábamos ahí y mi papá vio que el comandante Camilo decía que yo le gustaba mucho. Entonces se asustó y tanto él como todos los señores empezaron a sacar a las muchachas jóvenes del municipio. Eso fue en diciembre de 1997. Cinco años después, para el 2002, mi papá había sembrado mucho cedro en el terreno. En esa época había una parte rural en el centro del Valle y varias opciones de lote. Entonces le dije a mi papá que quería vender mi lote del Patía para invertir en uno nuevo y construir, porque yo no quería volver más por allá. Además, porque ya en el 2000 habían llegado los paramilitares. Entraron por la cabecera de Roberto Payán.

Como tenía que ir a vender el terreno, me fui a La Palma, en agosto de 2002, con mi tío. Mi pensamiento era no quedarme más de un mes. Me iban a dar cinco millones de pesos por la tierra. Ya tenía quién lo comprara. Había dejado a mi hijo con familiares. Llegué por barco, de Buenaventura a Bocas de Satinga. Pasamos un retén del Ejército y luego de andar media hora en canoa encontramos un retén paramilitar. Tocaba pagarles para uno poder ingresar al municipio.

Cuando llegué al lugar todo era muy diferente, se sentía el temor. Supimos que los combates con las Farc empezaron desde Barbacoa. Hubo masacres, los paras decían que todos eran auxiliadores de la guerrilla. Ahí cayó mucha familia nuestra. Los mataban, los tiraban al río y no se podían sacar. Había que dejarlos que se fueran por el río y desembocaran al mar. Solo se podía estar hasta las diez de la noche en la calle.

“No quiero que mi hija viva lo que yo viví”: Esperanza, al contar que espera que nunca nadie más sea violentada por grupos ilegales.

El día que me encontré con la persona que me iba a comprar el terreno, salió gente armada por todos lados a pie y en motores (lanchas).

Entonces apareció ‘El Indio’, el comandante paramilitar. Nunca se me va a olvidar su cara. ‘¿Y esta carajita quién es’?, preguntó. Yo le contesté: ‘¿quién es usted’ y se identificó como comandante del bloque. Le expliqué que iba a vender el lote porque quería construir una casa en el Valle.

Él me dijo que eso no se iba a poder. Que si quería limpiara, cultivara, cosechara, pero que no lo podía vender, que eso estaba en poder de ellos.

Luego vi que en realidad lo que pasaba era que el cedro que estaba cultivado en el lote cubría los cultivos de coca de ellos, por eso no lo podía vender. Y en mi terreno ellos también acampaban, tenían una cocina, secuestrados y sus matas de coca. Recuerdo a un muchacho que le decían ‘El Rolo’, muy joven, que me repetía una y mil veces que yo no iba a poder vender. Me di cuenta de que no había nada qué hacer. Eso fue empezando el mes de octubre.

El Pacífico Colombiano y en especial las poblaciones más apartadas de los cascos urbanos fueron las que mayor impacto sufrieron con la presencia permanente de los grupos armados ilegales. En muchas de ellas aparecían las Farc, posteriormente, las Autodefensas Unidas de Colombia y luego, los enfrentamientos entre ambas agrupaciones.

Días después quise irme de la zona y en el retén paramilitar nos dijeron a mi tío y a mí que no podíamos salir. Nos tocó devolvernos. Llegó noviembre y aún no podía salir. Pero lejos de imaginar por qué. Mi mamita (su abuela), de 102 años, me decía que eso me pasaba por yo ponerme a pelear por ese terreno.

La oscuridad

Entre el 17 y el 20 de noviembre me mandó a llamar ese tipo ‘El Indio’ me dijo que, definitivamente, no podía vender el terreno, que yo era muy altanera. Yo le lloraba y le decía que le dejaba su terreno pero que me dejara ir. Él intentó tocarme y yo le escupí la cara, delante de mucha gente y me fui. Para esa misma semana, el 23, yo cumplía años. Había un cuadrangular de fútbol, se armó una fiesta, con tamboras.

Cuando venía caminando de la escuela, me interceptaron tres tipos en el camino y me dijeron: ‘que el comandante la necesita’. Había llovido mucho, el barro estaba amarillo. ‘yo no voy a ir para allá’, grité, pataleé, pero las plantas de energía estaban prendidas, la gente estaba en la fiesta. Nadie me oía. Los tipos estaban en la casa que le habían quitado a un tío mío, porque era la única casa de material que había en el pueblo. Cuando llegué ahí vi a ‘El Indio’, a ‘El Paisa’ y a dos mujeres.

Yo pienso que ellos tenían premeditado todo, no hubo discusión por el terreno ni nada. ‘El Indio’ estaba tomado y como drogado. Me echaron el aguardiente néctar encima, puse resistencia, gritaba, arañaba, le di un puntapié a uno de ellos. Con la cacha de un arma me golpearon en la frente, botaba mucha sangre. Sonaba música de cantina…

El primero que me abusó fue ‘El Indio’. Todos se reían y él decía que estaba muy briosa, luché lo que más pude. Fueron tres tipos. Había dos mujeres ahí que no hacían nada. Ese fue mi gran dolor, no encontrar solidaridad. Cuando volví en sí ya estaba cantando la gallina, había ruido de las plantas de electricidad y música, aún.

‘El Rolo’ se quitó la camiseta, me la puso y me llevó donde mi abuelita. Nadie echó de ver que no estaba. ‘Báñenla, límpienla’. Mi mamita gritaba y lloraba. Mi tío me miraba, yo lloraba acurrucada. Me dejaron la cara hinchada, por los golpes. Estuve encerrada varios días durmiendo con toldillo y le dijimos a la gente que estaba enferma. Mi mamita dándome yerbas, porque se sentía culpable.

Volví a salir un 7 de diciembre que era el día de la Virgen, y había un velorio con arrullos. El tipo ese, otra vez a quererme coger, lo empujé y se cayó. Y le dijo a mi tío: ‘coja a su muchacha o se la mato’. En la madrugada, ‘El Rolo’ le dijo a mi tío que me sacara de ahí porque el comandante había ido a Tumaco a pedir permiso para desaparecerme. Estábamos en menguante. A eso de las ocho de la noche sacamos lo que pudimos, me montaron en la canoa y aprovechamos que el río estaba crecido. La palizada ayudaba a ocultar el ruido esporádico de la canoa. Yo no sentía ni miedo. Mi tío prendía el motor en ciertas partes y en otras, como si nos fuese bajando el río. En el Pacífico se dice que en diciembre oscurece temprano y amanece tarde.

Como a las 5:30 a.m., mi tío me entregó en el retén del Ejército. Le dijo al comandante que me había sacado de ahí por que me iban a matar. Luego llegué a Tumaco, al batallón de Pasto, por tierra a Cali y a Tuluá llegué el 22 de diciembre. Cuando mi tío llegó de nuevo al Patía, el tipo me fue a buscar y él le dijo: ‘el papá mandó por ella’. Le aseguró que me habían sacado por Barbacoas.

Según el registro de la Red Nacional de Información, en Colombia hay 4.677.856 víctimas mujeres del conflicto armado. De esa cifra, 18.368 sufrieron delitos contra la libertad y la integridad sexual. 3.817.945 sufrieron desplazamiento. 196.873 fueron amenazadas. 40.568 padecieron el impacto de un acto terrorista, atentados, combates, hostigamientos.

Días de resurrección

‘El Indio’ era un negro de labios morados. Irradiaba una energía fea, de malo. A otro solo sé que le decían ‘El Paisa’. Y el otro era un tipo asqueroso al que le decían ‘Chucky’. Viví callada siempre. Ni mi papá ni mis hermanos hablamos nunca de eso. Fue un tema muerto. Siempre tuve ese dolor, esa rabia. Ahorita el dolor pasó. Antes pensaba: ‘si me lo encuentro lo cojo y le hago esto y lo otro. Por mí y porque desaparecieron a mis primos’. Todos parecíamos como colaboradores de las AUC.

A una tía le desaparecieron tres hijos al mismo tiempo y le dijeron que ya estaban enterrados, a otros los tiraban al río y nadie podía hacer nada. A mi papá le tocó huir también, porque nunca quiso cultivar coca. Perdió los esfuerzos de toda su vida cuando tuvo que salir. Fue muy triste.

En el 2012, una década después, fue que empecé a recuperarme. Entré a trabajar a un punto de atención de víctimas, me encontré con una sicóloga, le conté y le dije que había denunciado lo ocurrido a la Fiscalía, pero no a la Unidad de Víctimas. Luego vino otra sicóloga que me dio mucha fortaleza. ‘Ve a una jornada. Habrá otras mujeres que sufrieron lo mismo que tú’, decía. Fui y escuché historias una tras otra. Me pusieron un apoyo especial y declaré el último día. Esa fue mi primera liberación.

Se sabe que hay muchas víctimas, pero hay que visibilizarlas, que Colombia sepa que están saliendo. Yo me había identificado como víctima de desplazamiento, pero no de abuso. En nuestra raza negra, eso es una vergüenza muy grande. Muchas primas lo sufrieron como yo. Mi tía, por ejemplo, era una mujer muy bonita y terminaron convirtiéndola en la ‘calma ganas’ de esa gente.

Participé en la estrategia de recuperación de las víctimas. Mucho de lo que le ha pasado a las víctimas es culpa del abandono del Estado, pero que hoy pueda hablar de esto también es gracias al aporte del Estado.

Cuando tuve el hecho, cuando pasó eso, uno siente que todo es un experimento, todos quieren saber detalles, cómo pasó, pero no para ayudarte. Ahora hay un apoyo mayor, más sostenido.

Admiro a las mujeres que salen a dar la cara. Yo aún no soy capaz de dar mi rostro, pero sí de contar mi historia y de cómo salí adelante.

Nunca supe bien qué pasó con esos tipos, aunque alguien me aseguró que a ‘El Indio’ lo asesinaron en Tumaco. Ahora tengo tres hijos, el mayor de 22 años. Al papá de mis hijos solo le conté lo ocurrido hace cuatro años. Cuando inicié el taller de recuperación emocional un día me senté con él y le dije: ‘le voy a contar algo que yo he guardado por muchos años’… ‘¡Vos sos una verraca! Cómo te guardaste eso’, me dijo.

A mí se me ha vuelto mi lucha personal ayudar a recuperar a otras víctimas, en especial las que han sido abusadas sexualmente. Lo que hizo la Unidad de Víctimas conmigo ahora lo hago con otras mujeres que sufren la violencia con las parejas.

Esperanza cuenta que se le ha vuelto una lucha personal ayudar a recuperar a otras víctimas, en especial las que fueron abusadas sexualmente.

Hoy sé que sí se puede salir de eso. Trabajé con una fundación donde hacemos ese apoyo. La presidenta también fue una mujer abusada. Y estuvimos en la mesa de mujeres víctimas. Todavía se está dando el abuso porque aún hay presencia de las AUC. Lo primero que hacemos es escucharlas y decirles que ahí está uno, que hay que hacer una ruta. Decirles que como mujeres no hemos perdido el valor, que antes valemos mucho más, que tengamos amor propio. Que somos unas ‘tesas’.

“Quiero que mis hijos tengan oportunidades, pero si seguimos en disputas, si las tierras siguen vedadas, las oportunidades serán menores. No quiero que mi hija viva lo que yo viví”.

Pienso que para que haya paz también hay que acabar con las Bacrim, las oficinas de cobro y otras formas de violencia. Pero el acuerdo con las Farc fue un avance. No fui ‘santista’, pero aposté por ese proceso. Como víctima creo que tiene que haber una negociación con todos esos grupos, porque, de lo contrario, las riquezas de Colombia se las lleva la guerra.