De victimarios a defensores de la vida
El exguerrillero que enseña a los niños a buscar otros caminos
Fotos: José Luis Guzmán/El País | Alcaldía de Cali
“Un niño no debe perder su vida en la guerra y la mayoría de los que se fueron al monte entraron siendo niños y dejaron ir toda su vida allí. Me perdí de jugar al escondite, a la rayuela, con esos carritos que en el campo se enredan a una cabuya y que son un regalo soñado. En cambio, siendo niño ya cargaba un arma y hasta dos: un fusil y una nueve milímetros. A los 14 años ya hacía cosas de adulto, tomaba mucho aguardiente caucano, fumaba de 12 a 20 cigarrillos Boston, Caribe o Piel Roja al día. Eso me duele, porque se han perdido tantas vidas, hay tantos niños sin niñez…”
“Un niño no debe perder su vida en la guerra y la mayoría de los que se fueron al monte entraron siendo niños y dejaron ir toda su vida allí. Me perdí de jugar al escondite, a la rayuela, con esos carritos que en el campo se enredan a una cabuya y que son un regalo soñado. En cambio, siendo niño ya cargaba un arma y hasta dos: un fusil y una nueve milímetros.

Catarsis. Esa es la mejor definición para las palabras de Jorge, el trigueño de ojos grises, cuya piel pintó el sol, durante años de camino en el monte. Catarsis porque su reflexión, como lo precisa el diccionario, funciona en este caso como una especie de “purificación del estado de ánimo, mediante las emociones que provoca la contemplación de una situación trágica”.
Quizás por ello mientras verbaliza ese dolor, su mirada se encharca y las sílabas se entrecortan, se ahogan y parecen venir de un más allá que ya no lo atormenta. Entonces toma una bocanada de aire y sigue su discurso, luego de ahuyentar esos demonios que le arrebataron la infancia. Sin duda, la fatalidad lo hizo más fuerte y, según él, capaz de levantarse y poner su vista en el horizonte de ese país posible, que alguna vez creyó lograr con las armas y que hoy espera conquistar con la fuerza de su palabra.
Jorge es una de muchas voces del posconflicto en el Valle del Cauca, que por estos días se alzan para contar la historia de un país con 59.000 desmovilizados y un departamento con más de 462.756 víctimas registradas. En su caso, contar su historia, más que una catarsis, es la manera como hoy se gana y enfrenta la vida:
El niño rebelde
“Nací en Palmira. Me criaron hasta cierta edad por ahí, cerca a El Cerrito. Pero la situación en mi casa era muy dura, muy difícil y nos tocó desplazarnos al norte del Cauca.
Mi papá nos abandona, cuando yo estaba en la barriga de mi mamá y a ella le toca quedarse sola con mi hermana y conmigo. Llegamos al Píramo, una vereda de Corinto donde mi mamá abre una guardería y se dedica a ser madre comunitaria.
Allí pasé unos años, pero luego llegó la hora de irme al colegio y desafortunadamente se me había quedado un odio tan grande en el corazón por el abandono de mi padre…
Desde muy pequeño me ha dolido mi país y como estaba la influencia guerrillera allí, me acerco y me hago amigos de ellos. Empecé a leer libros del Che Guevara y entonces me entra ese pensamiento marxista leninista. Ya a los 14 años otros compañeros y yo decidimos ingresar a la guerrilla.
En el colegio todo el tiempo tenía problemas. Los profesores decían que era un líder, pero que siempre lo utilizaba para lo malo, para que ‘capáramos’ clase y nos fuéramos al río. Mi mamá, a pesar de que apenas ganaba $150.000 al mes, construyó una casa en Miranda.
Allí vivimos dos o tres años. Pero yo insistía en ser un niño rebelde, muy grosero y mi mamá me mandó a donde mi papá, que era un líder comunitario y vivía en la vereda La Cominera. Yo ya lo había visto, cuando mi mamá lo demandó y él tenía que llevarnos dinero. Me tuve que ir, contra mi voluntad, a vivir con él.
De la casa de mi papá a la escuela, el desplazamiento era muy largo; dos horas caminando todos los días. Había dos ríos muy grandes y cuando llovía no podíamos ir a estudiar, porque eran tan caudalosos que era imposible pasar. Recuerdo que una profesora murió pasando el río, se la llevó sin que nada pudiera salvarla.
El abandono del Estado era muy fuerte, no había puentes ni nada. A uno de los ríos le decían Divino Niño y el otro, donde murió la profesora, era el Guacas.

Ahí se me fue despertando ese ideal social. Pensaba: “¡eh, ¿por qué tenemos que vivir tan mal?! ¿por qué no podemos tener ni un puente?” y veía indígenas que almorzaban solo plátanos cocinados, una papa y un pedazo de cuero de guatín porque les tocaba cazar. Había demasiada pobreza.
Desde muy pequeño me ha dolido mi país y como allí estaba la influencia guerrillera, me acerco y me hago amigos de ellos. Empecé a leer libros del Che Guevara y entonces me entra ese pensamiento marxista leninista. Ya a los 14 años otros compañeros y yo decidimos ingresar a la guerrilla.
Ahí empecé como mandadero, a llevar paquetes y ellos me cuentan sus ideales. Entonces creo que esa es la solución y que allí voy a desfogar ese odio y esa tristeza que tenía desde niño, por no haber tenido un padre con quien ir al parque, y por otro lado, los ideales sociales de querer ayudar a mi pueblo. En esa área no había reclutamiento forzado, lo que pasa es que hay mucha hambre y por ese lado se les meten a los pelados. Es muy fácil convencer a quien no tiene nada. Convencerlo con muy poco.
Bastó un año para entender que la guerrilla no era la solución, pero me tomó cinco años salirme, porque ya no era dueño de mis decisiones. Fíjese, un año para saberlo y cinco para abandonarla. Mi rol siempre estuvo más centrado en lo político, en difundir el pensamiento social. Pero también disparé, no lo puedo negar.
Cuando llegué a la guerrilla, empecé pronto en un entrenamiento de fuerzas especiales. Estaban creando la columna móvil Hernando González Acosta y necesitaban gente muy entrenada.
Nos metieron en esa ‘cochada’ y me dediqué a analizar la metodología y me gustaba mucho, porque mis pensamientos estaban concentrados en poder ayudar a la gente. Pensaba que siendo autoridad podía ayudar, pero empiezo a ver los fallos de cálculo, las tomas guerrilleras que afectan los pueblos y me doy cuenta de que allí no estoy beneficiando a mi país.
Bastó un año para entender que la guerrilla no era la solución, pero me tomó cinco años salirme, porque ya no era dueño de mis decisiones. Fíjese, un año para saberlo y cinco para abandonarla.
Mi rol siempre estuvo más centrado en lo político, en difundir el pensamiento social, pero también disparé, no lo puedo negar.
Estuve en varias tomas a Toribío y Jambaló. Toribío fue tomado como 21 veces, porque como queda en un hueco, la policía no podía salir. Siempre teníamos francotiradores. Nadie podía salir porque les volaban la cabeza. Pobres policías, les iba muy mal allá. En el combate usted dispara, pero de ahí a saber si mató o no, es difícil, esa es la metodología de la guerra. Vi morir a muchos compañeros de la escuela. ‘Conejo’, mi amigo, murió de 12 años, por un tiro del avión ‘arpía’.
‘La historia buena’

‘Dago’, que era el comandante de mi columna (murió en un bombardeo) me tenía como la ‘ñaña’; me dejaba salir y yo me gastaba el presupuesto. Una vez me castigó por ello: “pónganlo a traer 600 viajes de leña y que haga 150 metros de trinchera’.
Eso me llenó de rabia, entonces me volé con dos compañeros, aprovechando que había una feria en Corinto. Dejamos los fusiles en la caleta y nos fuimos. Luego, del frente mandaron a recogernos y como el razonero era mi amigo nos advirtió que si no volvíamos nos iban a hacer consejo de guerra. Fue muy difícil decidir qué hacer, pero nos la jugamos por huir hacia Miranda, Cauca. Después me vine a Cali y ellos se devolvieron al monte. A los 15 días los mataron. No quisieron venir conmigo a la ciudad por temor, porque esto para nosotros es una muralla; da terror cuando se llega, porque uno está acostumbrado a vivir en el monte.
Fue muy difícil adaptarse al principio. Me dediqué a estudiar, a cambiar. Así inicia la historia buena. Ahí reconozco los errores que he cometido y empiezo a deshacerme de eso que no me estaba permitiendo ser un buen ser humano; ese odio, ese rencor y logramos, incluso, tener una mejor comunicación con mi padre. Esa fue una de las mejores cosas que me pasó con el cambio de vida.
En el 2009 decido entregarme al Ejército, el proceso dura un mes, paso a casa albergue, mientras me sale el certificado para reintegrarme a la vida civil. Ingreso con mucha desconfianza a la Agencia Colombiana para la Reintegración, porque nos decían que eso era un cuento para matar a la gente.
La Agencia para la Reintegración y la Normalización ha operado en 38 municipios del departamento del Valle del Cauca, que fueron impactados por distintas formas del conflicto. Hubo 2.894 personas en proceso de reintegración, a mayo de 2019.
Arranco mi bachillerato de sexto a once y muchas capacitaciones en el programa Líderes. Lo que quería ejercer era el liderazgo social. Seguí peleando, sí, pero para que traten bien la gente.
Por mucho tiempo aguanté hambre, solo, sin trabajo, sin ayuda y sin nada. Pero no tuve pensamientos de robar ni de hacerle daño a nadie. A mí me gusta es ayudar. Me ocupé en lijar madera y estuve así cuatro años, luego aprendí a hacer sillas, comedores y me volví contratista. Ya con la agencia todo me cambió. Muchas veces los milicianos me contactaron, me decían que yo tenía el conocimiento de las armas y que me fuera con ellos…
A mí lo que me apasiona es la política y el derecho, eso es lo que quiero hacer porque desde ahí puedo aportar. Pero por algo hay que arrancar, entonces estudié para auxiliar administrativo. Desde hace un par de años me convertí en tallerista, en agente social. Decidí dedicarme a contar mi vida y mi historia, a los niños. Incluso, en ocasiones a mayores de edad, para evitar que niños, adolescentes o adultos la repitan. He trabajado con la cartilla ‘Desármate’, que cuenta las historias del niño huérfano, el abandonado, al que lo han violado…
Yo cuento la historia de Juan: “este es un niño que hizo cosas muy malas, empezó siendo rebelde y grosero y terminó yéndose al monte… ¿Quieren conocer a Juan? Cierren los ojos”. Y cuando los abren me ven y se impactan muchísimo. También vamos con el testimonio a las universidades, ayudo con el barrismo social y con el programa ‘Yo no parí para la muerte’.
Uno siente que tiene una deuda muy grande con esta sociedad que ha sido tan golpeada por el conflicto y que pagas esa deuda contando la historia porque, bueno, la cometí, pero estoy haciendo algo bueno para mi país.
Cuando a algunos compañeros los veo desenfocados y me dicen que quieren volver al monte, me siento con ellos y les digo que la guerrilla para nada es la solución, que la contribución que podemos hacer es estudiar y trabajar desde la legalidad.
Yo cuento la historia de Juan: “este es un niño que hizo cosas muy malas, empezó siendo rebelde y grosero y terminó yéndose al monte… ¿Quieren conocer a Juan? Cierren los ojos”. Y cuando los abren me ven y se impactan muchísimo
En unos años me imagino este país más social, más incluyente, con más educación para los niños. A mi papá ya no le guardo rencor. Aunque aún falta que un día nos sentemos a conversar con sinceridad. Mientras eso llega, cuido a mis niños y les cuento historias, aún no la mía, para que sepan que hay gente mala y que siempre van a contar conmigo, porque no quiero que los míos ni otros niños tengan que cargar nunca un arma y perder su niñez”.